Por Sadiel Mederos Bermúdez
Fotorreportaje publicado por Periodismo de Barrio y elTOQUE el 31 de diciembre de 2020.

Esas pequeñísimas, rojizas y bravas hormigas, las santanicas, no hacen nidos, pero se apelotonan en cualquier pliegue de árbol cuando presienten la tormenta.
Ricardo se enfurece cada vez que le cae encima una hoja de plátano llena de santanicas. Tiene el pecho y las manos rojas, y se sacude constantemente la camisa húmeda por la llovizna.
En El Hueco, a las afueras de Santa Clara, en el centro de Cuba, las personas buscan sus propias alternativas para alimentarse en medio de la escasez. Lo mismo siembran una parcela de tierra que “desaparecen” racimos de plátano de las plantaciones ajenas; lo mismo hacen boniatillo que salen a pescar a la presa. Ricardo, por ejemplo, hace casabe. “Hay que improvisar, porque en la calle a veces ni con dinero encuentras comida… Y aunque yo pueda cultivar algunas boberías, sigo comprando más del 70 % de lo que mi esposa y yo comemos”.
Aunque su papá dice que escogí fotografiar al más vago de sus hijos, Ricardo no para de hacer cosas. Está nervioso por la proximidad de una tormenta. Bromea y se ríe. “Podrás tener un mal día, podrás hasta perder tu casa, pero nunca debes dejar de comer… ¿De qué otra forma vas a seguir empujando p’alante?”.
Después de varios días de lluvia, la vieja carretera-pedraplén-trillo que se adentra en esta comunidad creciente tiene todos sus baches-charcos-estanques llenos de agua donde nadan patos. Aunque algunos vecinos han descubierto nuevas goteras en sus casas, y la humedad sube por las paredes, la vida nunca cambia demasiado en El Hueco.

Aquella tarde de junio, justo al inicio de la temporada ciclónica en Cuba, Ricardo tostaba panes viejos en un horno que él mismo había construido con un tanque metálico de 55 galones.

Había sacado algunas yucas de los quince pequeños surcos al fondo de su casa. Todavía no estaban óptimas, pero es su vianda preferida. Quería perfeccionar una vieja receta que le recordó su padre, y que comió mucho durante el llamado Periodo Especial de los años 90: el casabe.

“Olvídate de la batidora. Los mejores tamales de maíz se hacen también con este guayo”, asegura Ricardo. El guayo es una lámina de aluminio perforada con un clavo.

“A mi papá le gusta que la masa cocida quede medio blanda y elástica, sabe bien con azúcar prieta dentro, pero voy a probar secarla un poco para que quede una tortilla crujiente”, explica.

Luego de exprimir la masa y ponerla al sol durante una hora, la mezcló con ajo, hizo tortillas delgadas y las doró en una sartén engrasada con manteca de puerco. La tortilla de casabe resultante no duró mucho tiempo crujiente, pero sabía bien.

Una gallina lo asustó mientras saboreaba un par de tortillas en el patio y algunos trozos caían al suelo.

Unas vacas ajenas se colaron en su parcela y apenas dejaron los tallos de yuca, después de acabar con siembras cercanas de habichuela, acelga y boniato. Las vacas tenían mucha hambre.

Mientras conversábamos, su vecina Cecilia le pidió que le picara nueve cocos para hacer dulce.

Su vecina Cecilia quiso mezclar coco rallado con boniatillo para tranquilizar a sus nietos que no quisieron dormir la siesta.

Ricardo adora el coco y aprovecha para empinarse dos enteros. Nunca bebe agua y come masa al mismo tiempo, porque asegura que se empacha.

Recoge algunas habichuelas plantadas en la entrada de su casa.

Ricardo compra yucas a un vendedor ambulante. Una vecina se acerca con la ilusión de comprar cebollas y se aleja maldiciendo el precio.

Bajo la sombra de este algarrobo, Ricardo tiene una pequeña plantación de café. Comienza a lloviznar. Una tormenta se acerca. “Lo que necesitamos es fuerza… Y comida para tener fuerza”.

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