Foto ensayo publicado por elTOQUE y Periodismo de Barrio (2020)
Ganador del Premio a la Excelencia Periodística (Fotografía) de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP-IAPA) en 2021 y del concurso periodístico convocado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) por el Día de la Alimentación en 2020.
Un viejo gato negro con un lagarto en la boca se desliza entre el polvo, las piedras calientes y las bolsas de nylon sucias que cubren el camino entre Vista Hermosa, Hato Viejo y El Hueco, caseríos amorfos y precarios a las afueras de Santa Clara. Sube pausado una loma de tierra removida sobre un viejo vertedero de la ciudad, baja a un pedraplén cubierto por millones de virutas plásticas de una fábrica artesanal de tubos, y vuelve a subir un promontorio empinado, para finalmente adentrarse en un trillo apenas perceptible, a través de un espeso bosque de romerillo, hierba bledo, cundiamor y calabaza. Llega al que considera su hogar y ya satisfecho, mira con apatía a los otros gatos que le maúllan a Rosa, su anfitriona, cada vez que le ven mover un caldero en su estrecha cocina.
Rosa está pendiente de las nubes oscuras en el cielo y vuelve a extender cubiertas de nylon, a disponer cacerolas y vasijas sobre muebles y piso de cemento pulido, por si comenzara a llover en una, dos o tres horas. Es apenas media mañana, pero así se quedarán el resto de este día de verano cuando la humedad casi sofocante presagia un buen aguacero.
Rosa bebe el último sorbo de café hecho al amanecer y, mientras conversa, se acaricia a ratos la barriga con la mano izquierda. Para el mediodía hubieran pasado al menos dos vendedores ambulantes de pan suave, pero hace ya un mes que los prohibieron. Un pan, normado al día por la libreta de abastecimiento, fue su desayuno junto a unos huevos revueltos y agua con azúcar prieta. Por suerte, tiene cinco gallinas criollas que ponen unos huevos muy colorados de vez en cuando. «Tal vez por comer
tanto cundiamor», opina y señala las cercas tupidas a ambos lados de la casa. Luego mira con desdén los mangos pintones de distintos tamaños, agrupados en un cajón muy cerca de la puerta interior que da hacia la cocina apagada, oscura. «Y gracias que este año han habido muchos... ya lo dice el refrán: mucho mango, mucha hambre».
Rosa no los vende porque en la zona casi todo el mundo tiene, pero hace apenas mes y medio vendió grandes marañones y ciruelas cosechadas en la misma puerta de su casa, a 10 pesos cubanos la jaba. Casi siempre ama de casa, se dedicó durante años a cocinar varios postres y dulces para la calle cuando vivía en el centro de Santa Clara, muy cerca del río Bélico, uno de los más contaminados que atraviesa la ciudad.
«La comida está difícil. El arroz está perdío’. Ya ni se ven los carretilleros que pasaban todos los días por el barrio, vendiendo yuca, tomate, col, malanga y boniato: lo que a veces no hay en el mercado estatal del reparto (José Martí). Por aquí hay gente que siembra, pero la tierra no es muy buena y apenas les da para ellos, o sus crías de puercos», masculla mientras mira los huevos sobre la mesa. «Lo importante es no irse a dormir con el estómago vacío, porque entonces sí vas a dormir mal».
«Si yo no como arroz, siento que no comí. Y por mucho que lo alargue, la cuota (productos subsidiados normados por la libreta de abastecimientos) alcanza para quince días máximo. ¿Qué como el resto del tiempo? Bueno... Vianda, que no hay... Prueba a comer plátano hervido todos los días... Suerte con eso».
Rosa se inclina sobre el cajón, escarba entre mangos y algunos plátanos burro, alcanza del fondo tres boniatos medianos y ríe mientras acaricia las ramas crecidas. «Si los dejo un poco más, aquí mismo hacía mi propia cosecha».
«Si no varías con lo poco que tengas, te fundes», dice mientras se sienta de nuevo a la mesa y agarra en sus manos un cuchillo oxidado. «Tal vez sigas mal alimentado, pero no te volverás loco tan rápido». Afuera arrecia el calor y el vecindario se llena de cantos de cigarra, aroma de ajo sofrito y chillidos de mujeres llamando a sus hijos a almorzar.
Rosa preferiría tener ahora más boniatos. Papelito, su hijo, preferiría comer carne todos los días. La vida de estas personas lleva años poniéndose cada vez más dura como sus manos, callosas, pero son los tiempos actuales de pandemia y creciente crisis alimentaria los que les recuerdan viejas experiencias de apenas tres décadas atrás, cuando también eran más jóvenes y, definitivamente, más fuertes para enfrentar lo que viniera.
Rosa está pendiente de las nubes oscuras en el cielo y vuelve a extender cubiertas de nylon, a disponer cacerolas y vasijas sobre muebles y piso de cemento pulido, por si comenzara a llover en una, dos o tres horas. Es apenas media mañana, pero así se quedarán el resto de este día de verano cuando la humedad casi sofocante presagia un buen aguacero.
Rosa bebe el último sorbo de café hecho al amanecer y, mientras conversa, se acaricia a ratos la barriga con la mano izquierda. Para el mediodía hubieran pasado al menos dos vendedores ambulantes de pan suave, pero hace ya un mes que los prohibieron. Un pan, normado al día por la libreta de abastecimiento, fue su desayuno junto a unos huevos revueltos y agua con azúcar prieta. Por suerte, tiene cinco gallinas criollas que ponen unos huevos muy colorados de vez en cuando. «Tal vez por comer
tanto cundiamor», opina y señala las cercas tupidas a ambos lados de la casa. Luego mira con desdén los mangos pintones de distintos tamaños, agrupados en un cajón muy cerca de la puerta interior que da hacia la cocina apagada, oscura. «Y gracias que este año han habido muchos... ya lo dice el refrán: mucho mango, mucha hambre».
Rosa no los vende porque en la zona casi todo el mundo tiene, pero hace apenas mes y medio vendió grandes marañones y ciruelas cosechadas en la misma puerta de su casa, a 10 pesos cubanos la jaba. Casi siempre ama de casa, se dedicó durante años a cocinar varios postres y dulces para la calle cuando vivía en el centro de Santa Clara, muy cerca del río Bélico, uno de los más contaminados que atraviesa la ciudad.
«La comida está difícil. El arroz está perdío’. Ya ni se ven los carretilleros que pasaban todos los días por el barrio, vendiendo yuca, tomate, col, malanga y boniato: lo que a veces no hay en el mercado estatal del reparto (José Martí). Por aquí hay gente que siembra, pero la tierra no es muy buena y apenas les da para ellos, o sus crías de puercos», masculla mientras mira los huevos sobre la mesa. «Lo importante es no irse a dormir con el estómago vacío, porque entonces sí vas a dormir mal».
«Si yo no como arroz, siento que no comí. Y por mucho que lo alargue, la cuota (productos subsidiados normados por la libreta de abastecimientos) alcanza para quince días máximo. ¿Qué como el resto del tiempo? Bueno... Vianda, que no hay... Prueba a comer plátano hervido todos los días... Suerte con eso».
Rosa se inclina sobre el cajón, escarba entre mangos y algunos plátanos burro, alcanza del fondo tres boniatos medianos y ríe mientras acaricia las ramas crecidas. «Si los dejo un poco más, aquí mismo hacía mi propia cosecha».
«Si no varías con lo poco que tengas, te fundes», dice mientras se sienta de nuevo a la mesa y agarra en sus manos un cuchillo oxidado. «Tal vez sigas mal alimentado, pero no te volverás loco tan rápido». Afuera arrecia el calor y el vecindario se llena de cantos de cigarra, aroma de ajo sofrito y chillidos de mujeres llamando a sus hijos a almorzar.
Rosa preferiría tener ahora más boniatos. Papelito, su hijo, preferiría comer carne todos los días. La vida de estas personas lleva años poniéndose cada vez más dura como sus manos, callosas, pero son los tiempos actuales de pandemia y creciente crisis alimentaria los que les recuerdan viejas experiencias de apenas tres décadas atrás, cuando también eran más jóvenes y, definitivamente, más fuertes para enfrentar lo que viniera.